21 de diciembre de 2014

El taxidermista.

Al principio sentía mucha ambivalencia cuando llevaba a cabo esto.
Siempre era de noche, por lo general noches cálidas, salen más, se exponen creyéndose impunes ante los ojos de los maniáticos.
Con el pasar de las noches y de los veranos las desapariciones se llevaron a cabo de forma silenciosa y casi masiva. Desaparecían entre cuatro y cinco chicas al mes en la ciudad, todas de vestidos cortos y perfumes floreados y caros, de novios polistas y rugbiers. De nada servía todo el show que las rodeaba, todas terminaban desgarrando su garganta en gritos de la misma forma.
Al perfeccionar las técnicas y el modus, dejó de darme "culpa". Sí, la pulcritud ante todo.
No sufría ya al congelar sus últimos instantes en instantáneas de polaroid ni forjar su pasado con metales extraños ni su futuro en mi repisa de muñecas.
Todas muñecas humanas de encaje o barbies tamaño real. Disecadas.
Frías y duras, atrapadas por siempre en una colección de recuerdos.
La taxidermia de familia me sirvió de algo a fin de cuentas.