14 de mayo de 2015

Infancia feliz.

Jamás llovía. Todo era cuestión de que estuviera bien peinada (esa colita que me arrancaba los sesos) y que el vestido de algodón esté limpio.
Escondida jugar a que las Barbies eran lesbianas (no, no tenía un Ken, pero tampoco molestaba que se besaran entre sí, ni ellas ni sus pechos de plástico)
Y no hacer enojar a la Nonna cuando íbamos a su casa cuando surgían emergencias maritales (sí, papá fajando a mamá)
Me perdieron la varita mágica y yo no volví a ser la misma. Revolví todos los cajones pero no hubo caso.
Té de limón. Galletas de agua y chocolate amargo.
Un abrazo, un beso, olor a viejo.
Ver el sepia de un Otoño de verdad (esos que eran en serio, no como ahora)
Ocultarme de las furias y exigir regalos.
Saciarme, monstruo caprichoso.
Rodearme de horrores y mundos oscuros; calaveras, vampiros, querer venderle mi alma al Diablo.
Ir a las santerías. Ver cómo le prendían velas a San La Muerte (nunca sirvió de nada)
Hasta que empecé a juguetear con los aros. Ropas negras. Raspones y cortecitos ínfimos. Ataques, disociar.
Y hoy estoy acá frenada. No hay riscos, no hay camino, no distingo los puntos cardinales.
Ya no hay estrellas.
Simplemente, no hay nada. Estamos mi piel y yo siendo peor que la Nada.
Sigo sin entender cómo es que estoy respirando.