15 de mayo de 2016

No, no quiero un Dios que me vende artesanías.
Tampoco uno que me toque la puerta a las seis de la mañana un domingo, cuando tengo resaca.
Cuando el mareo no se abstiene de pegarme una patada al hígado.
No quiero un Dios que me censure las flores, ni los limones del patio
para meterlos en una jarra de vino barato,
sólo queremos desaparecer en las penas.

No quiero un discurso, ni una masculinidad, ni una feminidad.
No quiero ni a las gordas ni a las flacas,
que me escupen discursos disidentes sin sentido.

No voy a ir a marchar, no.
Bah, capaz que sí.
Porque si la indiferencia antes me causaba sufrimiento, hoy día, es un clavo directo en la sien.

Ya no me sorprende el odio que veo por acá; si siempre tuvieron esa mierda adentro.

Jamás voy a dejar de envidiar la desnudez perfecta. La desnudez que corresponde a la de una actriz porno.
Porque ahora, todas vienen así, hermosas, re buenas.

No quiero tener nada que ver con esa revolución, parte de la generación producto de la escupida de años anteriores, de generaciones anteriores a las cuales les chupó un huevo si nos pasaba algo.

No quiero un Dios que no sea el mío propio.

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